Lo primero que me sorprendió cuando por fin besé a una mujer era lo diferente que se sentía físicamente en comparación con besar a un hombre. Había algo más suave, más estrecho, que no sé bien cómo describir. Esa primera vez quedé de una sola pieza. O al menos mentalmente. Tienen que intentar comprender mi asombro: tenía 20 años, era una feminista acérrima y me esforzaba cada día por defender que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres no eran más que una cosa del azar, una diferencia caprichosa provocada por la extensión de una rayita al pasar del cromosoma Y al X. Algo que, sin el peso social que se le asigna, no significa mucho. Eso pensaba entonces, pero de pronto, sin quererlo, tenía una prueba irrefutable en contra: no tenía nada de parecido besar a un hombre que besar a una mujer, y la causa era eso físico que yo insistía en subestimar.
Mi teoría inicial fue que se sentía diferente por esa chica. Todas las personas besan diferente, pensaba, debe ser por ella. El paso de los años me demostró que esa diferencia no era personal. Todas las chicas a las que besé se sintieron parecido. Podría besar a cien y estoy segura de que seguiría siendo similar, diferente a besar a un chico. No sé qué significa mi experiencia a la luz del feminismo de cuarta ola, Judith Butler y la identidad de género. Creo que da un poco igual, no estoy intentando hacer teoría sobre qué siento al besar a un sexo u otro. Lo que digo es que esa primera vez se sintió distinto a las veces anteriores -con hombres-. No mejor ni peor, distinto.
Como bisexual en el clóset, en junio me llega algo de culpa. Culpa porque en realidad, más allá de hablar aquí o allá con gente cercana sobre mi orientación sexual, no hago demasiado en pro de la comunidad LGBTIQ+. No hago mucho activismo físico o digital. No uso un pin de arcoiris en la ropa o en mi mochila de trabajo. No he visto RuPaul Drag’s Race. Ni siquiera he salido del todo del clóset.
¿Qué es lo que te define como parte de la comunidad? ¿Es que te guste Beyonce? Me parece superfluo ¿Son de la comunidad los políticos ultraconservadores que contratan en secreto a chicos para el trabajo sexual? Creería que no ¿Son de la comunidad los gym-bro gays que discriminan a “los pasivos” por ser muy femeninos? Creería que tampoco, pero quién sabe, yo apenas sé si estoy dentro.
Además de votar por candidatas y candidatos políticos que pertenecen a la comunidad y/o que apoyan legislar en favor de sus derechos, el mayor acto de aliada que hago en el día a día es sonreír a las parejas de gays o lesbianas que veo de la mano en la calle. Tampoco les sonrío tanto. No quiero que crean que me burlo de ellos o que tengo algún fetiche y los estoy sexualizando. Es una sonrisa corta, tímida, como diciéndoles “tienen mi apoyo”. Es una sonrisa que solo yo sé que significa “les admiro, porque son valientes (y yo no)”.
Cuando besé a esa primera chica y me di cuenta de que era bisexual, muchas cosas empezaron a adquirir sentido hacia atrás. Me di cuenta de cosas que había sentido y había ignorado por no saber ponerles nombre en ese momento. Hoy sabría decir que eran interés, deseo o atracción. También me di cuenta de que la frase “lo que no se ve, no existe”, tan usada en feminismo, también aplicaba para mi -nueva- identidad. No había tantos personajes bisexuales en televisión. O quizás, no eran como yo imaginaba que debía ser un personaje bisexual. Eran demasiado sutiles para mi gusto, demasiado ambiguos. Demasiado en el clóset como yo. Esto fue antes de Heartstopper, de Rosa Díaz de Brooklyn99, de Bela en The sex lives of college girls y otros personajes que ahora existen. Tuve a Pol Rubio de Merlí -que se pasó varias temporadas diciendo que no era bisexual, que era “Pol y punto”- y a Britanny de Glee -que nunca dijo que era bisexual-. Me servía, pero no me bastaba.
He pensado bastante sobre por qué sigo en el clóset. La respuesta corta es que me da miedo. No tengo que darle tantas vueltas. Recuerdo que en la primera cita que tuve con una chica después de subir al uber se me borró la sonrisa de susto: solo entonces me di cuenta de que me había despedido con un beso y no tenía cómo saber si ese conductor era homofóbico o no. Lo mismo semanas más tarde en una discoteca. Me había pasado la noche bailando y besando a una chica y solo al día siguiente, cuando se diluyó un poco el alcohol en mi sangre, me dio miedo la posibilidad de que un guardia o alguien hubiera podido hacernos algo.
A la gente de la comunidad LGBTIQ+ la matan. Eso dicen siempre que las personas de la comunidad más acomodadas -de clase socioeconómica más alta- se concentran demasiado en poder casarse o tener cargos importantes en las empresas: a la gente de la comunidad todavía la matan. No es que no sea importante poder formalizar el amor que sientes u ocupar puestos laborales que mereces y no te dan solo por pertenecer a la disidencia sexual, es que a la gente de la comunidad todavía la matan.

A veces tengo peleas imaginarias en donde tengo que defenderme por estar en el clóset. Quién podría culparme, digo, yo no culparía a nadie. Estamos en una época de ascenso del fascismo en todo el mundo. Cada vez los discursos conservadores toman más fuerza y parece que lo ganado en la última década empieza a borrarse: hablan del rol tradicional de la mujer y en su esquema conservador de matrimonio heterosexual para que ella se dedique a tener hijos no entra la forma en que yo deseo y siento amor.
O quizás no es solo miedo, sino que no hay nada que me apure a salir del clóset. A principios de mes veía Overcompensating, una serie donde el protagonista finge ser heterosexual -uno muy machista y estereotipado, además- por temor a las consecuencias de asumir su orientación sexual. Puedo empatizar, pero no logro identificarme del todo con las historias de “salidas del clóset” de gays o lesbianas, principalmente porque esos relatos estás cargados de “ser tu verdadero yo”; y yo no siento que viva en la mentira. A lo más vivo en la omisión.
No existe un fuego que me queme por dentro para que asuma quien realmente soy. No es una performance lo que hago día a día. No es una acto que me gusten los hombres o que desee tener sexo con algunos de ellos. Es cierto: también es parte de mi. Es solo que así como me gustan ellos, también me gustan las mujeres. Así como me calientan ellos, también deseo tener sexo con algunas de ellas.

Le pregunto a una amiga, ¿C, tú qué opinas del clóset?
Ella me responde su experiencia: Me pasó que yo estaba tan enamorada de esta chica, que estaba súper segura.
Probablemente las cosas serían diferentes y no estaría en el clóset si me enamorara de una mujer. De seguro querría tomarla de la mano por la calle, subir a Instagram fotos con ella, hablar de su cara sin descanso, invitarla a mi casa y hacer el amor. Creo, o elijo creer, que no podría vivir en el clóset si estuviera enamorada. No podría darme igual estarlo -como me da un poco igual estar en el clóset ahora-.
Tenía una amiga, J, que insistía en que las chicas bisexuales debíamos darnos un break de hombres. La lógica era que, socializadas como estábamos para que nos gustaran los hombres, siempre que hubiera uno entre medio era más fácil -más cómodo- elegir a un él que a una ella.
Como dije, no vivo en la mentira. De igual forma, no vivo en el arrepentimiento.
Aún así, hay momentos en que fantaseo y me pregunto de manera honesta cómo sería amar a una mujer, estar de novia con una. Lo pienso como pienso a veces cómo sería mi vida si hubiera estudiado Filosofía en vez de Psicología. No es que lo romantice o que sea un profundo anhelo secreto. Es curiosidad sincera, es la vida que no tuve o que no tengo, pero que podría haber existido.
Cuando era pequeña no sabía que me gustaban las chicas. Ya lo expliqué: no tenía las palabras para ello. A veces me pregunto si en realidad nunca me he enamorado de una mujer o es que todavía no sé cómo se siente. Si al igual que entonces, aún no tengo las palabras. Si no es igual besar o follar con una chica que con un chico, ¿por qué sería igual amarla? Y si no es igual, ¿Sabré reconocerlo? ¿Sabré que es amor?
Si eres como yo -mujer-, naciste en un país latinoamericano machista y tuviste una familia que, sin ser extremadamente conservadora, en términos de progresismo era como el resto de la nación -es decir, conservadora-, es casi seguro que nadie te dijo que podías amar a otra mujer. O te lo dijeron en voz bajita, insinuándote que no lo hicieras.
Si naces mujer nadie te enseña a amar a otra mujer. Se pasan la vida enseñándote a amar a los hombres, o peor aún, a intentar que te amen. Aprendes a complacerlos, a moldearte por y para ellos, a no incomodar, a agradecer no ser la chica a la que nadie saca a bailar, la solterona, la loca, la que debe tener algo malo con ella si no tiene un varón a su lado, aunque sea infiel, borracho, violento o tan inmaduro como un niño malcriado ¿Se puede separar la heterosexualidad como mandato del patriarcado? No lo creo. Pero otra cosa que creo es que si bien amar puede ser político, no es necesario hacer política con el amor.
El 21 de junio me junté con una amiga para ir a un taller de collage. Fue su regalo de cumpleaños, algo atrasado. Desde allí, pasamos a una fuente de soda a almorzar y nos dirigimos juntas a la marcha del orgullo -el Pride-. Acostumbrada como estoy a las marchas feministas, algo que me llamó la atención en esta fue la ausencia de carteles y letreros con consignas. Vi muy pocas con frases políticas o propias: la mayoría era del tipo “besos gratis” o “ayúdame a completar mi abecedario de besos”. Ahora bien, por el contrario, vi muchísima más gente que en las marchas feministas preocupada de su vestuario, su maquillaje y los accesorios que llevaban encima. No lo digo como una crítica, en absoluto. Es solo que a la mayoría de las marchas feministas a las que he ido el “dresscode” implícito es ropa negra y ya está.
Supongo que la mayoría de las mujeres nos hemos sentido “sin voz”, calladas por el mandato de una sociedad que funciona por y para los hombres. Quizás por eso durante las marchas del 8M o el 25N el foco está puesto en decir todo aquello que no podemos denunciar día a día y debemos soportar. Con el orgullo se me hace claro el simbolismo, aunque entiendo que hay muchas personas que critican convertir el Pride en un carnaval. La homofobia niega la existencia de quienes amamos fuera de la norma. No solo te grita en la cara que no deberías existir sino que exige que, si existes, no lo muestres. Para mí, si el machismo te calla, la homofobia -la LGBTIQA fobia- te invisibiliza y esconde. Volvemos al tema del clóset.

Por ser junio, me permito ser sincera conmigo misma. Escribir este texto removió bastante y por fin hay cosas que logro decir en voz alta. En 2018, el año en que dije por primera vez “soy bisexual”, la encuesta CADEM arrojaba que un 65% de la población encuestada apoyaba el matrimonio igualitario. La misma encuesta este año puntuó un 78%. Un gran salto, supongo, pero no me deja feliz. Me da rabia buscar la cifra y que sea siquiera una pregunta válida en la que el resto tenga que decidir. Ni siquiera creo tanto en la representatividad de las encuestas y no estoy segura de que quiera casarme en absoluto, pero me pone triste pensar en que si dependiera de otros, esa alternativa solo existiría para una parte de mi deseo, una parcelación de mi orientación sexual.
Mis papás, que sin ser tan mayores ya tienen sus décadas encima, no son homofóbicos -no del todo-, pero tampoco son aliados. Supongo que están en ese intermedio grueso de la población que dice “que cada quien haga lo que quiera”, pero también piensan “ojalá no me pase a mí”. A veces me quedo viendo los videos que hacen en otros países, donde preguntan a gente mayor “¿Qué harías si tu hijo/a te dice que es heterosexual?” y ellos, que ni siquiera saben diferenciar heterosexual de homosexual, responden algo del tipo “lo respetaría”. Me gustaría saber qué dirían mis padres en una encuesta de ese tipo. Probablemente algo por el estilo, aunque yo sepa que a mi mamá hasta hace no muchos años le daba asco imaginarse un beso entre dos mujeres y mi papá susurra cuando dice que alguien es lesbiana -aunque me regaló un libro de Judith Butler y le gusta la música de Lola Young-.

Nada más entrar a la marcha, el primer y único cartel de ese tipo que vi en toda la jornada fue uno de “Abrazos de papá”. Nada más entrar a la marcha, un chico salió de un grupo pequeño y fue directo al hombre del cartel. Nada más entrar a la marcha, sentí ganas de llorar al ver a los dos hombres abrazándose. Nada más entrar a la marcha, alguien diciendo a través de un abrazo “no te preocupes, está bien ser quien eres, te acepto y amo así”. Nada más entrar a la marcha, quizás yo debí acercarme y sumarme al abrazo, pero tengo pudor hasta para eso. No es que quiera victimizarme, en absoluto. Es que estoy en ese limbo donde probablemente no me habrían echado de casa por ser bisexual, pero tampoco nadie iba a decirme “estamos orgullosos de quien eres y de que ames a quien decidas amar”.
Pues bien, se acaba junio y yo sigo en el clóset. Más o menos. De cualquier forma, estoy orgullosa de mi, porque estoy más fuera de lo que estaba antes. Espero que llegue un junio en el que pueda decir en voz alta quien soy y qué siento, sin miedos ni remordimientos. También, que llegue por fin el junio en que todo lo del clóset sea algo del pasado y la heteronorma deje de ser tan imperante que haya que estar clarificando en todos los sitios la orientación sexual. Como decía Lemebel:
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alíta rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.
Nos vemos en un año.
Estoy escuchando tu podcast así que leí esto con tu voz en mi cabeza 🙊 me gustó 🌹