Cuando era niña viví en un barrio para la nueva clase media: las casas eran todas iguales, pintadas de color crema, con antejardines en los que dejábamos las bicicletas cuando entrábamos a almorzar. Eran barrios inspirados en los suburbios, pero construidos a la escala del Chile de los 2000’s.
En ese barrio vivían muchos policías. La institución les asignaba de tanto en tanto trabajar en una nueva ciudad y con la mudanza venía una casa nueva. Muchos de mis primeros amigos del barrio, con los que jugábamos a hacer pasteles de barro o a recorrer las calles en patines, fueron hijos de policías. También había personas, como yo, hijas de civiles. El punto es que en esos primeros años se me hizo habitual despedir amigas cada ciertos meses: Hacíamos pequeñas despedidas y veíamos el camión partir llevándose todos los muebles. Me acostumbré de pequeña a decir adiós.
Aún teniendo medianamente cerca la migración, recuerdo a una amiga en particular, cuya madre anunció un día que partirían a Guatemala. Me impactó profundamente. Era la primera persona que conocía, de mi edad, que se iba a un sitio fuera de Chile. Uno que además sonaba desconocido. Siendo niñas ella partió hacia Centroamérica y años más tarde yo partí a la capital. De cualquier manera, no supe nunca más de ella.
Tengo 27 años. No recuerdo exactamente cuándo, pero me aparece en TikTok un video del tipo “this is what $65 per night can get you in Guatemala”, mostrando un hotel en ese país. Le pongo guardar al video, igual que hago cada vez que el algoritmo me muestra algún hostel que me quita el aliento. Creo que el video pasa meses, o puede que incluso años, en mis favoritos de la App, mientras reúno 1,25 días de vacaciones por cada mes trabajado.
Tengo 27 años. Tengo casi 30 días de vacaciones acumulados y tengo un ojo tiritando hace semanas. Ese es el estatus cuando decido, de forma no tan impulsiva, que quiero irme a algún sitio. Que necesito irme a algún sitio. Entre mis amigos está de moda Costa Rica. Lo considero, pero entonces recuerdo el video guardado: ¿Y Guatemala? ¿Y si voy a Guatemala?
Lo único que sé de Guatemala es que está el hotel del video, que hay un meme dando vueltas sobre cómo “Guatemala actualmente está atravesando por distintos problemas sociales” y que vive, o vivió, una niña que fue mi amiga en la infancia y ahora debe ser adulta. Me decido y agendo una noche sin opción de cancelación en La Casa del Mundo, luego compro mi vuelo y después googleo para intentar entender qué hacen las turistas durante los días que pasan en el país.
Lo que recuerdo de los días antes del viaje es que tengo miedo. Veo el clima y la aplicación arroja dos semanas de tormentas y frío. Me asusta ser como Hae Sung, que en Vidas Pasadas viaja a Nueva York y se encuentra con una lluvia torrencial; me asusta que explote el avión y que erupcionen los volcanes mientras estoy durmiendo en una bunk bed rodeada de gringas allá. Sobre todo, creo que me asusta aburrirme. Viajar diez horas y darme cuenta recién en esa ciudad extranjera que no tengo nada que hacer allí.
Pongo el despertador a las 3 de la mañana y parto en un Uber al aeropuerto. Es mi solo travel número 7 -después de Bolivia, París, Buenos Aires, Lima, Brasil y Colombia-. Duermo y leo. Duermo, escribo y leo. Pasan las horas y aterrizo en tierra chapina -como aprendería después que se autodenominan las personas locales-. Tomo un shuttle compartido y me voy a Antigua Guatemala. El tráfico es terrible y el viaje, que debería tardar una hora, nos toma tres.
En ese primer transporte conozco a Sarah, de Austria y a Hannah, de Ohio. Cenamos en un bar muy cool y overpriced junto a Maya, also from the states. Esa primera noche la paso hablando inglés y comiendo burritos junto a un grupo de chicas que, por una razón u otra, decidieron viajar solas como yo hasta ese lugar.
Al día siguiente lloro en la ducha. No sé si de alegría, emoción, alivio o todo al mismo tiempo. Lo que sé es que Guatemala es hermoso y estoy muy feliz de estar allí.
Los días siguientes se sienten como ir en un auto con la ventana abierta y el viento rozándote la cara y desordenándote el pelo. Lloro de nuevo en las ruinas del Convento de Santa Clara y me emociono viendo a las ancianas tomando el fresco en sillas plásticas -como las del disco de Bad Bunny- al anochecer en la Isla de Flores. Conozco personas y lugares, pruebo comidas y bebidas, hablo en español y en inglés, camino muchísimo y creo que gradualmente me enamoro de Guatemala: sus edificios antiguos, sus lagos celestes, sus montes verdes y sus atardeceres naranjas.
Viajar se siente como enamorarse, pienso en mi último día en el Lago de Atitlán. Viajar se siente como enamorarse, porque mientras recojo mi mochila por última vez y camino hacia el muelle para ir en lancha a Panajachel y luego en shuttle a Guatemala City y luego en avión a Bogotá -para hacer mi conexión- y finalmente en auto hasta mi departamento en Santiago, siento que tengo el corazón roto.
Viajar se siente como enamorarse y que te rompan el corazón. Es igual de agridulce. Se disfruta y duele lo mismo. Lo sé porque me he enamorado varias veces. También porque no es la primera vez que cojo un avión.
Hay una frase que se atribuye a Pablo Neruda que dice “Y si nada nos libra de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”. Me gusta pensar que el amor tiene ese poder de refugio porque está lleno de presente. Los amantes -los que se calman y no los que se enloquecen- no piensan en el mañana, ni en el pasado, son puro ahora. Viajar hace algo parecido. De pronto, se diluye en tu mente la ropa que dejaste colgada en el armario en la ciudad donde vives. El siguiente destino ocupa tus pensamientos solo para lo más operativo: dónde dormir, cómo llegar. No obstante, quienes viajan tienen algo claro: todo futuro está fuera de control.
En la ciudad, la rutina protege de la idea de que es poco aquello que está en nuestras manos. Que en realidad, fuera de las oficinas, casas y calles que hemos construido, hay algo que escapa de nuestro poder. Viajando se hace latente que el libre albedrío dura solo un segundo y que las intenciones son solo eso: deseos de. Algo que pienso a menudo cuando viajo que puede ocurrir es que las carreteras se corten por alguna protesta o inundación. Que una tormenta o un grupo de manifestantes bloqueen la salida de aviones desde el aeropuerto. Que durante la noche o mientras te bañas en la playa ocurra un golpe de Estado o que estando lejos ocurra algo en tu país que te impida regresar.
Cualquier terapeuta podría decirme en su diván que lo mío en realidad son pensamientos catastróficos. Probablemente les diría que les falta viajar con una mochila por América Latina para darse cuenta de que en esta tierra de realismo mágico todo puede pasar.
Viajar nos conecta con el presente y el presente nos salva -por un instante- de la muerte. No busco ser condescendiente o pretenciosa, pero me parece que cualquiera que haya viajado y no haya sentido, a lo menos por un segundo eso, en realidad solo se fue de vacaciones.
Entre más días pasaba en Guatemala, más me fui dando cuenta de que probablemente fui a sanar algo allá. Sanar qué, no estoy segura, pero siento que hay piezas que empezaron a unirse mientras memorizaba las calles para llegar a cada hostal. Casi como si se tratara de kintsugi -el arte japonés de reparar con oro las piezas de loza rotas-, los adoquines coloniales y las pirámides prehispánicas pusieron en marcha maquinaria que pensaba dormida en mí.
Mi lugar menos preferido en el país chapín fue San Marcos, uno de los doce pueblitos al rededor del Lago de Atitlán, elegido por los white hippies para hacer de base en sus fantasías de vivir como caminantes del mundo. Allí conocí chicas que, cansadas de sus vidas corrientes en sus países primermundistas decidieron asentarse en Guatemala para hacer yoga, eros contact dance, cacao ceremonies y breathwork -cantos de mantras también, pero no recuerdo el nombre exacto con que lo bautizaron-.
Odié sentir que, al igual que ellas, había elegido un lugar lejísimos y desconocido para sanar o encontrarme a mí misma o lo que sea que fuese que lo que sentía en el pecho significara, pero con el correr de los días y las ciudades más pensaba en Lost en Translation y Comer, Rezar, Amar, películas icónicas que tienen como base viajar para descubrir quién una es.
Pensé mucho sobre mi lugar en el mundo durante el viaje, pero eso es para otro texto. Lo que sí puedo decir es que entre más olvidaba mi temor a las catástrofes -no tuve un solo día de tormenta. Es más, había tanto calor que un par de tardes tuve que refugiarme a leer bajo el ventilador del hostel- más comencé a temer algo distinto: tuve miedo de volver a Santiago y que el viaje no me tocara.
Mi nuevo miedo tenía que ver con llegar y sentir que nada había cambiado en mí. Que la experiencia no había logrado atravesar la capa gruesa de la piel y que bajando del avión los días seguirían su curso hasta arrastrarme a la máquina del mundo corporativo -¡Saludos cordiales!- y de la adultez -tengo que comprar azúcar en el supermercado y paños de cocina reutilizables-.
¿Qué significa que un viaje te cambie? ¿Poner el souvenir que compraste con la bandera en tus llaves? ¿Llegar a tu ciudad natal y renunciar a tu trabajo para viajar indefinidamente por el mundo? ¿Qué significa que el amor te cambie? ¿Llorar en la cama por dos semanas comiendo helado -como en Legalmente Rubia- cuando la relación se termina?
Supongo que el amor, igual que los viajes, deja su huella en las cosas cotidianas. Cuando los recuerdos se te cuelan, con o sin querer, en el día a día. Entonces vas caminando por una calle cualquiera y recuerdas que en alguna cita pasaste por allí tomada de la mano. O, en mi caso, sales del departamento para buscar un café y escribir este texto y te pones a llorar diciendo “Buenas” a una vecina.
No puedo evitar sentirme nostálgica volviendo a mi apartamento, revisando qué dejé antes de irme en el refrigerador. Tomando el metro y caminando por las calles, donde no cargo una mochila, ni llevo la ropa algo manchada con polvo y nadie me pregunta Where are you from? ¿De dónde nos visitas?
Porque si viajar se siente como enamorarse, volver se siente como que te rompan el corazón: De pronto las cosas que te hacían sentir alegre pierden gracia. La ciudad se ve más gris de lo que la recordabas y las conexiones se sienten más frías. Esto le pasa a tanta gente que le pusieron nombre (post-travel blues o post-vacation blues), pero igual que con el enamoramiento, una siempre piensa que lo que siente es único.
Me tomo los primeros días de mi regreso con calma: Camino por la ciudad, tomo chocolate caliente y té, paso por centros culturales y exposiciones, miro el atardecer en el Río Mapocho. Intento encontrar belleza nuevamente en esta tierra cotidiana, y lo logro. Pasa con el desamor y con los viajes: Eventualmente el pulso se retoma y de a poco te sientes tú otra vez.
Prendo una de las velas rosa que traje y miro con cariño uno de mis pocos souvenirs, un pequeño jarrito de loza que ahora está roto. Entonces el algoritmo me muestra el video de una chica que se fue a China a un curso de kung fu. “We’re searching for the place where not belonging feels right” dice en el video. La frase me queda dando vueltas. Supongo que es eso. Supongo que también es que he dejado el cuerpo y el corazón en cada lugar al que he ido y a veces el latir se resiente, extraña y exige esas piezas perdidas, pisar esa tierra donde supiste amar.
Estoy en Santiago y llueve. Ni parecido a los cuarenta grados de Guatemala. En pocas horas tomaré otro avión, esta vez por trabajo al norte del país. Puede que el aeropuerto me destruya o que un impulso salvaje me atraviese y me monte en otro avión hacia el espacio exterior. O puede que no pase nada. Quién sabe. Viajar es como enamorarse, me repito, y aunque una crea que no, después de un corazón roto siempre se vuelve a enamorar.
Mientras te leía tenía muy presente la libertad de Antigua que aprendí de un libro, un lugar de desconexión y vuelta a la calma para encontrarse a una misma, en una de esas cuando pueda hacer un viaje vaya para allá. Quizás te gusta el libro, yo hace poco lo leí por segunda vez y me gustó incluso más que la primera. El libro se llama Antigua Vida Mía y es de Marcela Serrano, si lo lees yo feliz de conversarlo.
Como una chica que le teme muchísimo a viajar y a lo nuevo te admiro muchísimo y realmente me hizo imaginar toda la experiencia y qué bonito. Gracias por compartirlo